La miscelánea: La muerte en la tradición rumana
En muchos países del mundo, estos días están llenos de flores, velas y recuerdos. El 2 de noviembre celebramos el Día de los Fieles Difuntos, un momento para mirar atrás con ternura y mantener viva la presencia de quienes ya no están. Es un tiempo en que la muerte deja de ser silencio y se convierte en memoria, en canto, en ofrenda.
Brigitta Pana, 03.11.2025, 14:00
En Rumanía, la muerte no es solo el fin de la vida física. Es un paso, un puente, una transformación. Y alrededor de ese momento se ha desarrollado una rica tradición de gestos, símbolos, canciones, imágenes y supersticiones que acompañan al alma en su viaje.
Rumanía es un país de montañas, llanuras, iglesias antiguas y aldeas donde las costumbres se han conservado casi intactas durante siglos. Y cada región tiene su propia forma de relacionarse con la muerte. En Maramureș, por ejemplo, las cruces de madera tallada no solo marcan el lugar de descanso. Son verdaderas obras de arte que reflejan la vida del difunto. Allí, el ritual fúnebre puede durar varios días, y se acompaña de cantos específicos, comidas tradicionales y velas encendidas en cada rincón. En Moldavia, las bocitoare —mujeres mayores especializadas en cantar el dolor— entonan lamentos que cuentan la historia del fallecido. Es una forma de transformar el sufrimiento en poesía oral. El duelo no es silencioso: es musical, narrado, compartido. En Oltenia y Muntenia, las conmemoraciones incluyen grandes mesas con alimentos que se reparten a los asistentes y, a veces, incluso a desconocidos. Se cree que ofrecer comida en nombre del difunto ayuda a su alma a encontrar la paz. Cada región tiene sus matices, pero todas coinciden en algo: la muerte es un acto colectivo, profundamente humano y espiritual.
En Rumanía, la muerte no solo se llora: se canta, se escribe, se pinta. El arte ha sido desde siempre un canal para expresar lo inexplicable. La poesía rumana está llena de imágenes de despedida y trascendencia. El gran poeta Mihai Eminescu, por ejemplo, en su poema «Mai am un singur dor» (“Solo tengo un deseo más”), pide ser enterrado en silencio, bajo la sombra de un tilo, escuchando el murmullo del bosque. También encontramos poemas religiosos, canciones populares y sobre todo doine —cantos melancólicos— que expresan la tristeza de la pérdida. Estos cantos no son solo para los vivos, sino también para que los muertos “escuchen” que no han sido olvidados. En las iglesias ortodoxas, las paredes están cubiertas de frescos que muestran el Juicio Final, una imagen que recuerda que la vida es breve, pero el alma eterna. Son verdaderas lecciones visuales de espiritualidad. Y no podemos olvidar el Cementerio Alegre de Săpânța, donde cada cruz pintada de azul cuenta la vida —y a veces las travesuras— del fallecido con versos humorísticos. Allí, la muerte no es el fin, sino el último capítulo de una historia que aún se puede contar… y sonreír.
En los funerales rumanos, cada objeto tiene un significado simbólico profundo. La coliva, elaborada con trigo hervido, azúcar y nueces, representa la muerte y el renacimiento; la cruz simboliza la fe y el alma del difunto, y suele prepararse incluso antes de la muerte como signo de espiritualidad. La vela encendida guía al alma hacia la otra vida y mantiene viva la conexión con los seres queridos. Junto al cuerpo se colocan también monedas, agua, toallas o un peine, para que el alma viaje limpia y dignamente.
La cultura rumana también conserva muchas supersticiones relacionadas con la muerte: se cubren los espejos, se abre una ventana para que el alma salga, y no se barre la casa durante el luto. En algunas aldeas se pone sal o una cruz en la ropa del difunto para protegerlo de los espíritus. El vínculo con los muertos continúa a través de los sueños, considerados mensajes o advertencias. Por eso, se encienden velas o se rezan oraciones por las “almas sin vela”, aquellas que ya nadie recuerda.
En Rumanía, la muerte no se percibe con miedo, sino como un acto de cuidado y acompañamiento espiritual. Aunque la mayoría son cristianos ortodoxos, las creencias religiosas se mezclan con tradiciones populares: se cree en el juicio del alma, pero también en que esta permanece cerca de los vivos, comunicándose mediante sueños, señales o apariciones.
Rumanía nos enseña que la muerte no debe vivirse con prisa, ni con frialdad. Que es un momento sagrado, que merece atención, respeto y, sobre todo, presencia. Que cuando alguien se va, no desaparece del todo. Que sigue estando en los objetos, en los gestos, en el aire que respiramos cuando decimos su nombre.