La miscelánea: El invierno rumano entre montañas y leyendas
Cuando llega diciembre, Rumanía se transforma. Las ciudades se iluminan, los pueblos cobran vida y las tradiciones antiguas vuelven a sentirse en cada casa.
Brigitta Pana, 15.12.2025, 16:15
Rumanía está abrazada por los Cárpatos, una cadena montañosa que recorre el corazón del país. En invierno, los Cárpatos se visten de blanco y parecen guardar secretos antiguos. Aquí, el aire huele a pino y leña, los pueblos parecen detenidos en el tiempo, y el silencio es tan profundo que se escucha hasta el vuelo de un pájaro. En los pueblos de montaña se habla de bosques encantados, de espíritus protectores y de caminos por los que, según la tradición, caminan aún las sombras del pasado. El silencio es tan profundo que parece invitar a escuchar esas leyendas susurradas por el viento entre los abetos. En este paisaje se encuentran algunas de las estaciones de esquí más conocidas del país: Poiana Brașov, Sinaia, Predeal, y Rânca. Poiana Brașov, situada a solo dos horas de Bucarest, es el destino favorito de quienes buscan nieve de calidad, hoteles acogedores y una atmósfera elegante pero accesible. Despertarse en una cabaña de madera, abrir la ventana y ver el sol reflejado en la nieve es una imagen que define el invierno rumano. A lo lejos, las montañas te invitan: esquí, snowboard o simplemente un paseo con chocolate caliente en la mano. Sinaia, conocida como “la perla de los Cárpatos”, combina naturaleza, historia y mito. Allí se alza el Castillo de Peleș, uno de los más bellos de Europa. Cuando la nieve cubre sus torres neogóticas, el castillo parece salido de un cuento, recordando las historias de reyes, héroes y tiempos pasados que forman parte del imaginario colectivo rumano.
Hablar de Rumanía sin mencionar sus castillos sería imposible. Más allá del mito, el Castillo de Bran es un lugar que fascina a todos los visitantes. En invierno, su silueta se recorta contra el cielo gris y las montañas nevadas, y uno no puede evitar sentir un pequeño escalofrío… aunque quizás sea solo el viento. Los visitantes pasean por sus pasillos de piedra, iluminados por lámparas tenues. Cada rincón cuenta una historia, una mezcla de historia real y leyenda.
Para conocer el alma de Rumanía, hay que visitar sus pueblos. Regiones como Maramureș o Bucovina, conservan tradiciones ancestrales. En diciembre, las casas se decoran con ramas de abeto, se prepara el cozonac (un pan dulce relleno de nueces y cacao) y los niños salen a cantar colinde, villancicos que mezclan fe, tradición y antiguos símbolos protectores. La gente se reúne alrededor del fuego, comparte historias, y canta. No hay prisa. El tiempo en estos lugares se mide con canciones, no con relojes. En Maramureș, las iglesias de madera se cubren de nieve, y sus campanarios parecen tocar el cielo. Es un espectáculo sencillo, pero profundamente espiritual. Allí, el turista no se siente un extraño. Es invitado a compartir la mesa, a escuchar relatos antiguos y a formar parte de una comunidad donde el tiempo se mide en canciones y recuerdos. La gastronomía de invierno completa esta experiencia. Platos como sarmale o ciorbă de burtă no solo alimentan el cuerpo, sino que cuentan la historia de un pueblo acostumbrado al frío, pero que siempre lo enfrenta con sabor, hospitalidad y alegría. Y es así como, poco a poco, el invierno gastronómico se transforma en un invierno espiritual. Las cocinas se apagan, las puertas se abren, y el país entero se prepara para recibir la Navidad. En cada pueblo, en cada ciudad, las luces se encienden, las voces se preparan para cantar y los hogares abren sus puertas al calor de las tradiciones y leyendas más queridas.
Dicen que el invierno rumano tiene dos rostros. Uno es el del frío, de los paisajes cubiertos de nieve, de los silencios que parecen eternos. El otro es el del calor que se enciende dentro de las casas, en las cocinas, en los corazones.
En Rumanía, el invierno no se cuenta en días, sino en tradiciones, relatos y emociones que renacen año tras año.
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