La miscelánea: Presión, decisiones y futuro: Exámenes nacionales en Rumanía
En la Miscelánea de hoy les invito a acompañarme en un viaje informativo y reflexivo hacia el sistema educativo de Rumanía. Un país donde los exámenes nacionales no sólo determinan el acceso a la educación superior, sino que también dejan huellas profundas en la vida de los adolescentes, sus familias y sus maestros.
Brigitta Pana, 09.06.2025, 15:00
Es junio, el mes de los exámenes nacionales en Rumanía. Mientras en otros lugares del mundo junio significa vacaciones, flores y libertad, para miles de adolescentes rumanos, este mes representa presión, ansiedad y decisiones que podrían cambiar su futuro. Hoy les invito a detenernos un momento y mirar de cerca qué significan realmente estos exámenes: la Evaluación Nacional al final del octavo grado y el Bachillerato al final del liceo. Son pruebas que no solo evalúan conocimientos, sino que también ponen a prueba la salud emocional de los estudiantes, la paciencia de los padres y la capacidad de los profesores para acompañar en momentos de alta tensión.
La Evaluación Nacional, conocida en rumano como „Evaluarea Națională”, es un examen obligatorio que enfrentan los alumnos rumanos al finalizar el octavo grado, es decir, con unos 14 o 15 años. Este examen se compone de dos pruebas principales: lengua y literatura rumana y matemáticas. Para los estudiantes de las minorías étnicas, como los húngaros, se añade una tercera prueba: lengua materna. Los resultados de esta evaluación son fundamentales: determinan a qué liceo puede acceder el estudiante. En Rumanía, los liceos se clasifican por prestigio y rendimiento. Unas pocas décimas pueden significar la diferencia entre entrar en un colegio técnico o uno teórico de élite. ¿Qué significa esto? Significa presión. Mucha presión. Para adolescentes muy jóvenes, a menudo sin el apoyo psicológico necesario para enfrentarse a un examen que podría marcar el rumbo de su vida educativa.
Después de cuatro años de liceo, los estudiantes rumanos se enfrentan a otro reto: el Bacalaureat. Es el equivalente al «bachillerato» en España o al «baccalauréat» en Francia. Consta de varias pruebas, divididas en orales y escritas: Pruebas orales de lengua rumana y una lengua extranjera, generalmente inglés o francés. Evaluación de competencias digitales. Examen escrito de lengua y literatura rumana. Examen escrito de matemáticas o historia, dependiendo del perfil del estudiante. Una tercera prueba escrita específica para el perfil elegido: ciencias, humanidades, técnica o pedagógica. Este examen es obligatorio para poder acceder a la universidad. Si el estudiante no aprueba, no puede matricularse en ninguna institución de educación superior pública. Esto crea una barrera muy fuerte para la movilidad social y académica.
Muchos educadores sienten que el sistema penaliza tanto a alumnos como a docentes. La presión por obtener buenos resultados en rankings escolares puede llevar a enseñar “para el examen”, dejando de lado la creatividad o la comprensión profunda. ¿Y si miramos hacia otros sistemas? En Finlandia, por ejemplo, no existen exámenes nacionales hasta el final de la secundaria superior. Se confía en la evaluación continua y en la autonomía de los profesores. En Alemania, el “Abitur” también es exigente, pero existe un sistema dual donde los estudiantes pueden optar por formación profesional sin estigmatización. En España, la prueba conocida como EBAU o “Selectividad” se realiza al final del bachillerato, pero el acceso a la universidad también depende de las notas del curso. Hay más flexibilidad. En Francia, el Bachillerato está siendo reformado para incluir más evaluación continua. Rumanía, sin embargo, sigue aferrada a un modelo rígido, muy centralizado, con mucho peso en una sola nota.
Detengámonos un momento a observar algo fundamental: las consecuencias. ¿Qué efectos reales tienen la Evaluación Nacional y el Bachillerato en la vida de los jóvenes rumanos y sus familias? Numerosos estudios en Rumanía han demostrado que muchos estudiantes sufren de ansiedad severa, insomnio y síntomas depresivos durante el periodo de preparación para los exámenes. A edades tan tempranas como los 13 o 14 años, se enfrentan a la idea de que su «futuro» depende de unas pocas pruebas. En muchos casos, los adolescentes internalizan un mensaje muy peligroso: «si no saco una buena nota, no valgo nada«. Esto puede generar traumas, baja autoestima y una relación tóxica con el aprendizaje. Los padres, aunque motivados por amor y preocupación, a veces ejercen una presión añadida sin darse cuenta. El ambiente familiar durante los años de examen se transforma: se cancelan vacaciones, se eliminan las actividades extracurriculares, se prioriza el estudio sobre todo lo demás. Además, las clases particulares implican un gasto económico significativo. Hay familias que destinan entre el 20 y el 30% de sus ingresos mensuales para pagar profesores privados. Esto genera desigualdad: los alumnos de familias con menos recursos parten con desventaja.
Una de las críticas más fuertes al sistema actual es que promueve la memorización mecánica en lugar del pensamiento crítico. Muchos profesores enseñan «para el examen», utilizando formatos rígidos y modelos de resolución estándar. Los estudiantes aprenden a responder preguntas, no a entender conceptos. Esto tiene un efecto acumulativo: cuando llegan a la universidad, muchos jóvenes no están preparados para pensar de forma autónoma, resolver problemas reales o trabajar en equipo. Los resultados de la Evaluación Nacional determinan a qué tipo de liceo accede un estudiante. Y ese liceo, a su vez, determina el entorno social del alumno durante los próximos 4 años. Esto reproduce desigualdades: los liceos de élite reúnen a estudiantes de familias con más recursos, mientras que otros colegios reciben alumnos que, aunque con potencial, ya están marcados por un estigma. En algunos casos, esta segmentación también implica desplazamientos geográficos: estudiantes que deben dejar sus pueblos para estudiar en ciudades grandes, con todo lo que eso conlleva a nivel emocional y logístico.
No hay una fórmula perfecta, pero una cosa está clara: cuando un sistema educativo genera miedo en vez de motivación, deberíamos detenernos a pensar. Los exámenes son importantes, sí. Pero no deberían ser trampas mortales para el futuro de los jóvenes. La educación debería ser un camino, no una carrera de obstáculos. Una oportunidad para crecer, no una máquina de clasificar. Y en este sentido, quizás Rumanía, como muchos otros países, necesita repensar no solo cómo evalúa a sus estudiantes, sino para qué lo hace.